#SaramantasEnAcción – Serie: Mujeres Defensoras frente a minería y petróleo
Autoras: Miriam Moreno, Leyla Cerda, Nashly Alvarado, Elsa Cerda y Francesco Sandri
Cooordinación de investigación: Ivonne Ramos AE / Saramanta Warmikuna
Edición: Cecila Cherrez, Felipe Bonilla e Ivonne Ramos
Fotografías: Ivan Castaneira
Sin la minería, estamos libres todavía
Mujer de la Guardia Yuturi Warmi,
comunidad kichwa Serena
Hay algo de mágico en la selva amazónica. Caminando por sus senderos, la sensación es la de contactar con un ser vivo que respira, ríe, llora. Por más investigada y fraccionada para el análisis de sus partes más pequeñas, esta selva no puede ser reducida a meros términos científicos porque no es una suma de fragmentos.
Entre los cantones Tena y Carlos Julio Arosemena Tola, de la provincia de Napo, descienden limpias las aguas del parque nacional Llanganates. Aquí, los Andes besan la llanura amazónica, madre silvestre que viste una multitud asombrosa de caras diferentes. Canta de día, con la melodía de sus más de seiscientas especies de aves, entre el follaje abarcador. Vibra de noche, en los gritos frenéticos de los insectos invisibles, en la luz intermitente de las luciérnagas, en la lluvia que golpea las hojas en la madrugada.
Viviendo en este entorno, los seres humanos empezaron a ser parte de él. Se adaptaron a la luz filtrante y a la humedad, y entablaron una relación de conocimiento, respeto y dependencia mutua. La selva es su hogar. La gente, ya sean Kichwas o mestiza, se volvió guardiana de este lugar.
Como toda criatura viva, la selva tiene sus órganos y sistemas. Pulmones en los árboles, cerebro en la organización de sus animales y plantas, orejas en las cascadas, piel de ranas coloradas, inmunización en los principios activos de sus plantas medicinales, músculos en sus lomas, sangre en sus ríos cristalinos, que aún conservan el frío de las montañas donde nacen. Ríos que además del agua sagrada, traen pedacitos de estas montañas, memoria que llevan consigo en su viaje hasta el Atlántico. Piedritas que a veces quedan atrapadas bajo la tierra o envueltas en raíces, y que para algunos humanos son oro aluvial.
Estas tierras tienen una larga convivencia con el metal rubio. Su presencia en los ríos Napo, Jatunyacu, Anzu, Cosanga Hila, Huambuno y Tuyano, entre otros, es conocida desde hace mucho tiempo. Los yacimientos regalados por los cursos de agua han sido históricamente explotados de manera artesanal por la población local, con el agua hasta las rodillas y bateas en las manos. En el pasado, se aprovechaba este recurso de manera respetuosa sin causar mucho daño a la naturaleza, siguiendo las vetas de los depósitos y excavando con palas y sudor solo en los lugares necesarios, sin abrir enormes heridas en el cuerpo de la Pachamama.
Pero los tiempos cambian, el respeto por la naturaleza fue reemplazado por un coctel letal hecho de codicia, tecnología y una mayor extensión de los largos brazos del capital. No fue más una historia de palas, picos, conocimiento del territorio y bateas. A las riberas de los ríos llegaron las maquinarias y excavadoras con el rugido de sus motores a diésel, suprimiendo el pacífico sonido del agua. Llegaron los intereses económicos representados por las empresas mineras nacionales y transnacionales, operando la mayoría de veces de manera ilegal, buscando frenéticamente el oro entre toneladas de tierra y piedras.
Son vampiros lanzados sobre las orillas de los ríos para sorber su esencia vital. Un enjambre en el que no todos son iguales. El más hambriento para esta tierra provenía de lejos como plaga escondida en las bodegas de los cargueros comerciales. Llegó de China y se llama Terraearth Resources; su voracidad es tan grande que se adjudicó más de un tercio de las 29 mil hectáreas concesionadas a la minería metálica entre los cantones Tena y Carlos Julio Arosemena Tola. Terraearth empezó a desarrollar sus actividades en 2017, escondiéndose a veces detrás de empresas subcontratadas, para lograr el arriendo de tierras indígenas y campesinas. Con ella llegó la destrucción a gran escala. Este paraíso se convirtió en otro círculo infernal de la ruina minera.
La selva viva y su agua fueron las primeras entidades a ser afectadas por las actividades mineras. Según un informe de la Universidad Amazónica IKIAM, la naturaleza de la provincia de Napo, sus tierras y sus ríos, hoy tienen niveles de contaminantes 500 veces más altos de lo permitido por las normativas1. Se habla de mercurio, cobre, cadmio y zinc: metales relacionados con la extracción minera. La mitad de los ríos del cantón Carlos Julio Arosemena Tola están degradados. El rio Chumbiyacu, en cuyas orillas opera la empresa Terraearth, sufrió enormes daños por el desvío de su cauce y por los vertidos tóxicos arrojados desde cinco campamentos mineros. Ríos como el Anzu y otros, sufrieron también el desvío de sus aguas, secuestradas por las actividades mineras. Los desechos de la extracción violenta del oro son arrojados sin control en las venas acuáticas de este hermoso pedacito de Amazonía, afectando, entre otros, a los ríos Piatúa, Chumbiyacu, Piuculín, Jatunyacu, Sapallo, Anzu, Napo. Estos no son los únicos; la mayoría de los cuerpos de agua se encuentran contaminados, como consecuencia de esta pérdida de ecosistemas acuáticos y de biodiversidad.
Además de afectar al Parque Nacional Llanganates y al Bosque Protector y Reserva Biológica Colonso-Chalupas, el envenenamiento de las aguas también tiene sus perversos efectos en muchos asentamientos humanos. Porque, al contrario de lo que piensan las grandes empresas extractivas, el agua no sirve solo para transportar y procesar el oro. El agua es la esencia de la vida de las personas, su parte fundamental e imprescindible, la linfa que como un milagro bendice su cotidianidad.
Esto lo saben muy bien las comunidades kichwa de Shiguacocha, Santa Mónica, Chucapi, Tzawata, Limonchita y Misi Urku, que han sido afectadas directamente por la minería desde hace 30 años. Estas y muchas otras comunidades enfrentan hoy la tragedia de no contar con agua limpia, como lo hicieron sus antepasados.
Vivir rodeadas por la contaminación tiene un alto precio para las comunidades que la beben, la cocinan a diario, se bañan con ella, lavan sus ropas y la consumen escondida hasta en la leche de sus vacas. La salud se encuentra amenazada por un enemigo invisible. Y como guardianas de la salud de los niños y niñas, las mujeres son las más golpeadas.
Como si el impacto sobre la salud no fuera un capitulo bastante aterrador en este cuento de oro y avaricia, la minería también despliega sus impactos tóxicos sobre la alimentación de las familias. Vació de peces a los ríos, que fueron los primeros en desaparecer. Ya no se encuentra la carachama, la sardina y los ñoños. La tierra, removida hasta la devastación por las excavadoras y empapada de metales pesados, quedó escuálida. Las chacras, objeto de amor, cuidado y sabiduría de las mujeres, dejaron de producir en cantidad y calidad el plátano, yuca, cacao y frutas. En casos extremos, los terrenos donde hubo extracción minera (y que debían ser totalmente restaurados) se convirtieron en desiertos incapaces de soportar ningún cultivo. Tierra quemada, estéril capa de lodo y piedras, despojada de su fertilidad. En estos casos, las chacras han tenido que trasladarse siempre más lejos, a veces cambiar de sectores. Y con ellas, las mujeres.
Otro de los muchos rostros de la contaminación minera es la descomposición social. Las promesas doradas atraen a multitudes que llegan a banquetear sobre el sufrimiento del territorio y de sus habitantes. Los que se aproximan al cuerpo de la selva son usualmente hombres, con un pasado turbio, quizás prófugos de la ley, que aprovechan la falta total de control del sistema judicial en la problemática minera, y logran esconder su verdadera cara detrás del brillo de las pepitas. Engañadas por el resplandor de la sucia economía minería, algunas personas acaban adhiriendo a ellos, exponiéndose a los potenciales daños de estas relaciones. Por ejemplo, en algunas comunidades de la zona hay chicas embarazadas por los mineros chinos. Se trata de adolescentes, muy jóvenes, que se relacionan con hombres de 40. Pero lo más aterrador es que generalmente son los mismos padres, atrapados en falsas promesas, quienes entregan a sus hijas. Amores forzados y fugaces que dejarán una larga estela de jóvenes madres solteras.
Alguien podría argumentar que “la minería, por lo menos, trae recursos económicos a las familias”. En algunos casos esto puede tener que ver con las migajas que a veces llegan a las personas como granitos lanzados a las palomas. Pero más allá de esta afirmación, es raro que los beneficios alcancen a toda la familia, sino solo a los hombres, que usualmente son los que acaban involucrados en las actividades mineras. La gran mayoría de las veces, los ingresos no son utilizados para el cuidado de la familia, sino en la alcoholización extrema. En el más laico de los milagros, las pepitas de oro se transforman en vasos de cerveza y enormes ganancias para los dueños de las cantinas.
Hay una relación entre el abuso de alcohol, el machismo y la violencia. Si bien el alcohol no es la causa primaria de estos problemas, que debe ser buscada en elementos estructurales de nuestras sociedades patriarcales, sí los agudiza y profundiza. Las borracheras de los maridos estallan en discusiones con sus esposas, que muchas veces acaban siendo maltratadas de manera violenta, con palabras, amenazas o golpes. Las mujeres viven un clima de miedo y terror en sus propias casas. Lamentablemente, las que buscan ayuda en las instancias públicas tampoco consiguen salir de este enredo. Cuando presentan sus denuncias a las autoridades, no son recibidas de manera adecuada pues son culpabilizadas por las consecuencias que podría pasar el marido si fuera denunciado: años en la cárcel, falta de sustento económico a la familia. “¿Usted quiere esto, señora?”. Las autoridades (muchas veces varones) las hacen sentir culpables del acto cometido por el marido, en lugar de reconocerlas como víctimas y brindarles el apoyo que necesitan y merecen.
La minería además profundiza el problema de la prostitución entre las jóvenes de las comunidades. Los grupos que manejan este negocio se les acercan con mayor facilidad, prometiéndoles una oportunidad para sobrevivir. Son sometidas y obligadas a llegar a este extremo. Son maltratadas, explotadas, engañadas y violentadas; pasan de un sistema de violencia a otro por causa de las diferencias sociales que las ponen en una condición de vulnerabilidad. Podrían preguntarse: “¿dónde están los aportes y mejoras que la minería prometió?”. La verdad, es solo un río de mentiras.
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A pesar de la fuerza arrasadora con la que la minería golpea a las comunidades, no siempre es aceptada como destino inevitable. Hay quienes se oponen, y lo hacen con fuerza. Es el caso de las mujeres de la Guardia Indígena Yuturi Warmi, en la comunidad de Serena. Fue conformada en 2020 cuando la empresa Terraearth trató de ingresar a su territorio. Al ver llegar a los representantes de la empresa para conversar con el presidente de la comunidad sobre la exploración minera en las concesiones entregadas ilegítimamente en su territorio, donde ellas viven y tienen sus chacras, alrededor de 30 mujeres les pararon el paso. Lo hicieron en nombre de sus ríos, de la selva que les sirve de farmacia, de la belleza de su hogar. En nombre de su vida. Paradas firmes en el camino, le hicieron entender a la empresa que tendría que enfrentarse con ellas. Y asustados por tanta determinación, los representantes de la empresa no pudieron hacer otra cosa que escapar en una retirada sin gloria.
Sin embargo, ser mujeres y estar en resistencia trajo otras dificultades a estas guardianas de la selva. Se vieron enfrentadas a un doble conflicto: contra la empresa minera y dentro de sus hogares. Sus esposos no las apoyaban, creían que se iban a la resistencia por pura gana de gritar. Hubo lágrimas. Es duro continuar en este proceso, sin el soporte emocional de maridos que piensan que pueden ordenar a sus esposas. Al mismo tiempo, su condición de mujeres les otorgó una fuerza excepcional. Los hombres muchas veces negocian con las empresas, pensando en el dinero; las mujeres son más firmes en sus posiciones porque al ser cuidadoras de la tierra, de sus chakras, de sus alimentos y sus medicinas, saben que todo esto está afuera de cualquier regateo minero. Son decididas, duras, al decir “¡basta!”. Saben lo que están defendiendo y que está en juego el futuro.
La resistencia a la minería en estos territorios no tomó solo la forma de protestas públicas. En los últimos años vino desarrollándose también una batalla legal contra de la destrucción minera, que encontró el apoyo y colaboración de diferentes sectores sociales, tanto en el territorio como fuera de él. Organizaciones como Napo Ama la Vida, la Confederación de Juntas del Campesinado y La Alianza de Organizaciones de Derechos Humanos y de la Naturaleza están en primera línea en la defensa contra los abusos e ilegalidades del capital minero. Fueron presentadas denuncias contra la supuesta socialización de los proyectos, que se realizó con grupos cooptados por la empresa. Además, ante la vinculación con la empresa de funcionarios de las instituciones responsables del control minero, las comunidades acudieron a la Policía Ambiental, que paralizó temporalmente algunos frentes mineros (aunque algunas empresas continuaron operando a pesar de los sellos de clausura).
El Consejo de Defensores de Napo presentó a la Comisión de Biodiversidad de la Asamblea el informe elaborado por IKIAM y otras universidades2 sobre la problemática ambiental del territorio. Finalmente, en noviembre de 2021, la Defensoría del Pueblo, junto a las organizaciones mencionadas, presentó ante la Corte Provincial de Justicia una acción de protección por vulneración de derechos de la naturaleza causados por la minería metálica en Napo. Ante la presión y demandas de los grupos sociales, el día 17 de enero de 2022 un juez constitucional de Napo aceptó de forma parcial esta acción de protección, reconociendo la vulneración de los derechos constitucionales de la Naturaleza por acción y omisión del Estado y dictó la reparación integral de algunos ríos afectados por la minería aluvial. Si bien esta sentencia es un paso fundamental, ahora es tiempo que el Estado la haga respetar y que atienda las otras demandas de las poblaciones afectadas por la minería.
Otra forma de resistencia a la destrucción minera y sus falsas promesas, son las alternativas económicas y productivas que esta tierra brinda, porque el oro no es el único ni el más importante de sus recursos. Por ejemplo, la Confederación de Juntas del Campesinado impulsa la producción agrícola de la zona, mientras que la asociación kichwa Serena apoya a las mujeres en la elaboración de artesanías y utensilios y la producción de hierbas medicinales. Además, las bellezas naturales de la zona, que son sus verdaderas joyas, son un importante potencial para el turismo comunitario. Prácticas que podrían proveer alternativas respetuosas de los ríos, la selva y sus gentes.
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Las protestas de la población también despertaron al Estado de su sopor. El 13 de febrero de 2022, las fuerzas armadas y la policía nacional realizaron un operativo contra la minería ilegal en la comunidad de Yutzupino. En la madrugada, un millar de uniformados desalojó a los buscadores de oro con excavadoras y bateas, y militarizaron la zona. Pero, ¿esta demostración de fuerza resolverá los problemas que la minería causa a la selva y a sus gentes?
La respuesta es no. Aunque el discurso oficial y de muchos medios de comunicación apunta a la erradicación de la minería ilegal como la solución deseable y definitiva, la verdad es que no se enfrenta la raíz del problema. La minería informal e ilegal no es una causa: es una consecuencia. El origen de la destrucción que hoy afecta a Napo no debe buscarse en las manos de los mineros ilegales, sino en la voluntad del Estado de extraer el oro, no importa si esto significa arrasar con la selva, su biodiversidad y las comunidades. Las concesiones mineras que el Estado otorga a empresas privadas se transforman en una invitación para los buscadores informales; la falta de respeto a la naturaleza es un incentivo para destruir con impunidad. Quien afirme que desalojar la minería ilegal salvará a la selva, miente. La minería ilegal y la supuestamente legal hieren la naturaleza de igual manera, la única diferencia es quién se llena los bolsillos al final del día.
Es por estas razones que las comunidades y organizaciones en lucha contra la minería presentan el siguiente mandato al Estado:
-La Asamblea Nacional debe fiscalizar al Ministerio del Ambiente, Agua y Transición Ecológica, por la adjudicación a la empresa minera Terraearth Resources, de ríos y otras fuentes de agua en el Parque Nacional Los Llanganates, en el Bosque Protector y Reserva Ecológica Colonso-Chalupas y en territorios indígenas y campesinos.
-Establecer responsabilidades civiles, administrativas y penales por los daños y pasivos ambientales provocados.
-Reparar integralmente a los ríos destruidos y contaminados: Piatúa, Piuculín, Jatunyacu, Chumbiyacu, Sapallo, Anzu y Napo, entre otros.
-La empresa minera Terraearth Resources S.A., cuyas actividades están totalmente suspendidas desde el 26 de octubre de 2020 por incumplimientos con la normativa ambiental, la modificación del cauce del río Chumbiyacu y falta de la documentación legal, debe retirarse de manera definitiva. Sus concesiones deben ser extintas y caducadas.
-Sancionar a los funcionarios involucrados en el funcionamiento ilegal de Terraearth Resources.
-Ningún tipo de minería debe ser permitido en Napo, ni ilegal, ni “legal”.
La voz de la selva a veces toma forma humana, de mujer. Es la voz de las comunidades que en la selva tienen su casa, su pasado y su futuro. Y esta voz habla con palabras firmes: ¡la Amazonía no quiere minería!
1 https://es.mongabay.com/2020/03/mineria-de-rio-afecta-afluentes-rio-tena-en-ecuador/
2 https://www.sciencedirect.com/science/article/abs/pii/S004896971936084X